Kyoto: El Protocolo Salvaje
Según el autor del artículo,
“ningún estudio científico ha descubierto la
existencia de un calentamiento global del planeta que pueda ser
considerado peligroso para el hombre”. Además, critica
las consecuencias económicas del protocolo de Kyoto, al que
entiende como “un nuevo intento de planificación central
de la economía a través de nuevos medios”.
Autor: Dr. Gabriel Calzada Alvarez*
En junio de 1988, coincidiendo con una época
de sequedad y calor extraordinarios, un científico de la
NASA, James Hansen, declaró ante el congreso de los EE.UU.
que existía una fuerte “relación causa efecto”
entre las altas temperaturas y las emisiones antropógenas
de ciertos gases en la atmósfera. Hansen desarrollaría
un modelo informático que predecía una elevación
de la temperatura media global del planeta entre 1988 y 1997 de
casi medio grado centígrado. Si bien el modelo y sus conclusiones
fue duramente criticado por la inmensa mayoría de los climatólogos,
fue muy bien recibido por la prensa y por un movimiento ecologista
que hasta hacía nada trataba de alarmar a la ciudadanía
de los países desarrollados con la supuesta llegada del apocalipsis
de la mano de una gran glaciación. En 1990, espoleada por
el modelo de Hansen y otros similares, las Naciones Unidas organizaron
uno de esos circos a los que nos tiene tan acostumbrados –y
al que en esta ocasión llamarían Panel Intergubernamental
sobre el Cambio Climático (IPCC)- para tratar de hacer creer
al mundo que el medio político y no el económico soluciona
los grandes problemas del planeta como, supuestamente, sería
el caso de un clima con temperaturas alocadamente ascendentes por
culpa de la actividad –económica- humana.
Por desgracia para el movimiento, 1997 tenía
que llegar algún día y los datos reales sobre la variación
de las temperaturas se conocerían. En efecto, resultó
que el calentamiento de aquellos 10 años se había
quedado reducido a 0,11 grados centígrados según las
estaciones meteorológicas situadas en tierra, casi cinco
veces menos de lo esperado por los alarmistas. Ahora bien, si se
tomaban los datos más precisos de los que se disponía,
las mediciones mediante satélites, el calentamiento no sólo
no había existido sino que las capas bajas de la atmósfera
habrían experimentado un enfriamiento de 0,24 grados centígrados.
A pesar de que el IPCC había hecho el ridículo
más espantoso al dar por buenos los modelos faltos de respaldo
científico que la realidad se encargaría de desbaratar,
el plan para rescatar al mundo del gran peligro fraguado, según
el movimiento radical ecologista, por el egoísmo capitalista,
no se iba a detener. Así, el IPCC de 1995 reconoció
la veracidad de las críticas científicas a la teoría
del calentamiento global, pero sugirió que podía ser
que los efectos nos resultasen invisibles debido a la interacción
de otras emisiones humanas –concretamente los sulfatos- que
estarían ocultando la peligrosa realidad subyacente. Vamos,
que aunque no se hubiese podido verificar su existencia, el calentamiento
antropógeno del planeta estaría teniendo lugar de
manera imperceptible. ¿Y qué otra cosa podíamos
esperar de unos señores que cobran enormes sueldos y majestuosas
dietas por reunirse y planificar la salvación de todos los
seres vivos del planeta?
Así es cómo nace el acuerdo para poner
en marcha un plan de salvación mundial consistente en reducir
la emisión de los gases que supuestamente estarían
provocando el calentamiento del planeta, también conocidos
como gases de efecto invernadero (GEI). El protocolo, llamado de
Kyoto en dudoso honor a la ciudad que acogió su redacción,
es un documento a través del cual, una vez ratificado por
los gobiernos o parlamentos de los países firmantes, éstos
se comprometen a que sus ciudadanos limiten las emisiones de dióxido
de carbono, metano, óxido nitroso, hidrofluorocarbonados,
perfluorocarbonos y hexafluoruro de azufre. El objetivo consiste
en reducir el nivel de las emisiones humanas de esos gases en “no
menos de 5% al de 1990 en el periodo de compromiso comprendido entre
el año 2008 y 2012.” Para lograrlo, además de
recomendarse el fomento del desarrollo sostenible, la promoción
de “sistemas agrícolas sostenibles a la luz de las
consideraciones del cambio climático” o la reducción
de las deficiencias del mercado y de cualquier incentivo fiscal
o libertad comercial que pueda ser considerada contraria al fin
último e incuestionable de un desarrollo sostenible sin cambios
climáticos, se determina el nivel definitivo al que cada
país tiene que limitar sus emisiones. Quién sabe si
conscientes de la radicalidad del proyecto y de las catastróficas
consecuencias socio-económicas a las que su cumplimiento
tiene que dar lugar, y que luego analizaremos, los redactores del
protocolo de Kyoto previeron en el artículo 6 la creación
de un mercado de derechos de emisión en el que los países
o las empresas poseedoras de estos derechos podrían venderlos
a otros países o empresas y, así, dispersar, retrasar
y difuminar los efectos sobre la economía mundial. Para garantizar
el cumplimiento, el protocolo anuncia el nombramiento de comités
de expertos que controlen la viabilidad de los planes nacionales
y la veracidad de los informes anuales sobre cumplimiento que el
protocolo requiere a los gobiernos de los países firmantes.
Además, se establece que los países desarrollados
que firmen el tratado cooperen con los países pobres, mediante
ayuda financiera y tecnológica, para dotarles de aquellas
tecnologías que ayuden a limitar sus emisiones de gases y
a lograr un desarrollo sostenible de sus economías.
Por lo que atañe a España, en el año
2012 las emisiones de los GEI no deberán exceder en un 15%
el nivel de 1990. Ese dato se traduce en la menor cuota de emisiones
autorizadas de CO2 en toda Europa: 8,1 tonelada por habitante y
año, la mitad que, por ejemplo, Irlanda. Además, como
era de esperar, la realidad productiva de este país se ha
encaminado por otras direcciones. En el año 2000 las emisiones
ya eran un 33,7% superiores a las de 1990 y se calcula que en el
año en curso debemos de haber sobrepasado holgadamente las
del año de referencia en más de un 40%. Si el gobierno
socialista no estrangula las previsiones de crecimiento más
moderadas, y aún contando con un fuerte incremento en la
eficiencia de los procesos productivos, en torno al año 2010
el diferencial entre la reducción comprometida a través
de la ratificación del salvaje protocolo de Kyoto y el incremento
de las emisiones asociadas al crecimiento esperado en un entorno
de mayor eficiencia energética y productiva sería
de un mínimo de 41 puntos porcentuales. Ese diferencial supondría
la necesidad de adquirir anualmente derechos de emisión para
unas 125 millones de toneladas de emisiones, lo que supondría
un desembolso de entre 1875 y 3750 millones de euros anuales. Para
hacerse una idea de lo que suponen esas cantidades astronómicas,
un valor medio de dicha orquilla representaría más
del doble del Fondo de Cohesión que España recibió
de la UE en el año 2003 o algo más que la aportación
del Estado al Fondo de Reserva para Pensiones.
Pero de acuerdo con el régimen de comercio
europeo de derechos de emisión, hay sectores regulados que
soportarán la inmensa mayoría de la carga y sectores
no regulados que se verán algo más liberados. En el
año 2000 el 59,9% de las emisiones provenían de sectores
no regulados como el transporte, la agricultura, la alimentación,
los servicios o las emisiones residenciales. Así que los
sectores regulados (Eléctrico, refino de petróleo,
cemento, cal-vidrio-cerámica, papel y siderurgia) tendrán
que bailar con la más fea en el cumplimiento del protocolo
de marras. El panorama no puede ser más desolador. El sector
eléctrico, previsiblemente el más afectado por el
protocolo y contra el que el mismo pareciera estar diseñado,
espera tener un déficit en nuestro país de 12,2 millones
de toneladas anuales lo que, en caso de haber suficientes derechos
en venta a los precios estimados actualmente, podría costarles
244 millones de euros anuales. Tan sólo la preponderancia
de una ideología roji-verde totalmente fanatizada puede explicar
que ni siquiera bajo estas circunstancias se le permita a las compañías
aumentar la producción de energía a través
de nuevas centrales nucleares que pueden producir gran cantidad
de energía barata y que no emiten gases GEI.
En un estudio reconocidamente moderado en sus conclusiones,
PriceWaterhouseCoopers estima que el cumplimiento del protocolo
costará como mínimo a los españoles la friolera
de 19.000 millones de euros entre 2008 y 2012. Además, sus
autores se muestran convencidos de que provocará un incremento
adicional de la inflación de 2,7% en el año de su
puesta en marcha, una reducción inmediata del PIB de casi
un 1%, una previsible deslocalización de parte de la industria
española hacia países donde el protocolo no se haya
firmado o en los que tengan excedentes de derechos de emisión,
y un fuerte encarecimiento de la energía. A estas consecuencias
inmediatas sólo pueden seguirle el aumento del desempleo,
la desaparición de industrias relativamente pequeñas
y estancamiento económico general.
Además, a nivel internacional se producirá
una distorsión de la competencia y una disminución
de la productividad global que sufrirían especialmente los
países más pobres. Por un lado, las empresas terminarán
estableciéndose en lugares donde, a pesar de haber peores
condiciones de negocio, la ausencia de limitaciones irracionales
sobre la emisión de GEI las hace más atractivas. Por
el otro lado, los países con exceso de derechos podrán
subvencionar aquellas industrias que los gobernantes consideren
necesario. El resultado no es otro que una gigantesca patada a la
estructura de la división del trabajo internacional que dejará
de tener relación con la productividad relativa de los factores
de producción según las distintas regiones.
Visto el enorme coste económico y, como tanto
gusta decir a nuestros intervencionistas, social, la pregunta salta
a la vista hasta del más ciego: ¿qué es lo
que se espera conseguir si afrontamos esos enormes costes del cumplimiento
de la imposición de limitaciones a la emisión de gases
GEI y, por consiguiente, a la producción industrial y energética?
¿En cuántos grados lograríamos mitigar el hipotético
aumento de las temperaturas? Pues bien, aún aceptando a efectos
dialécticos las previsiones del IPCC, que han demostrado
ser sistemáticamente exageradas, de un incremento de 2 grados
centígrados para el año 2100 –tomando 1990 como
base- los expertos calculan que si todos los países firman
y cumplen el protocolo la temperatura media de la tierra se reduciría
0,07 grados centígrados. Esta cifra es tan pequeña
que ni los termómetros terrestres pueden medirla de manera
fiable cuando se trata de una media a lo largo y ancho del planeta.
Si tenemos en cuenta la hipótesis más probable según
los climatólogos, de un calentamiento hasta el año
2100 de un grado centígrado, el ahorro de calentamiento sería
tan sólo de 0,04 grados centígrados y si tenemos en
cuenta que no todos los países piensan cumplir con el protocolo,
la reducción en la temperatura global de la tierra gracias
al plan de Kyoto resultaría estar muy por debajo de 0,03
grados centígrados; probablemente menos de 0,02. ¿Y
para esa despreciable reducción de la temperatura media del
planeta vamos a destrozar de manera salvaje nuestra economía?
Esta actitud suicida es lo que hizo retirarse a EE.UU. y es uno
de los argumentos que esgrime Rusia para su reticencia a la hora
de ratificar el protocolo. Así, los EEUU, guiados por la
responsabilidad y la racionalidad seguirán la senda de progreso
mientras que Europa, instalada en el radicalismo ecologista y la
irracionalidad más absoluta conducirá a sus habitantes
a una auténtica travesía por el desierto.
Y es que las consecuencias del tratado no podían
ser otras si tenemos en cuenta que el protocolo de Kyoto no es más
que un nuevo intento de planificación central de la economía
a través de nuevos medios. Un plan que a juzgar por sus evidentes
y nefastas consecuencias inmediatas sobre la actividad industrial
y energética de los países desarrollados, parecería
estar diseñado minuciosamente por enemigos del capitalismo
de la talla de Leen o Salín. Sin embargo, cuando se trataba
de su imperio comunista ambos trataron de incrementar la producción
energética e industrial porque sabían que sin ese
incremento no había ninguna posibilidad de mejora de la calidad
de vida.
Afortunadamente, ningún estudio científico
ha descubierto la existencia de un calentamiento global del planeta
que pueda ser considerado peligroso para el hombre. Pero cuando
lo haya, y lo habrá algún día porque el clima
siempre ha sido cambiante y el ser humano no tiene capacidad para
evitarlo, sólo será posible mitigar sus efectos sobre
la salud y la economía de los seres humanos si los individuos
pueden ejercer su ingenio en un entorno de libre mercado donde poder
poner a prueba las diferentes formas de salvarnos. Esto es así
de sencillo porque sólo el mercado libre incentiva el ahorro
de los recursos que serán necesarios en esos momentos difíciles
y sólo en el mercado libre los empresarios, o sea, todos
nosotros, nos encontramos con la auténtica estimación
de los recursos para sus distintos usos en necesidades urgentes
para individuos concretos y para la raza humana en su conjunto.
Si algún día nos encontramos ante una catástrofe
climática global, posiblemente la podamos afrontar. Pero
sólo mediante más libertad y más capitalismo
y no mediante planes salvajemente colectivistas como el Protocolo
de Kyoto.
*Gabriel Calzada Álvarez es Dr. en Economía
y representante del CNE (Centro para la Nueva Europa). Este artículo
se publica con su autorización.
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