Sobre la vida en las metrópolis contemporáneas
(individualismo, racionalismo, hastío y desarraigo)
Por Enrique del Acebo Ibáñez
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Si bien el hombre habita en ciudades desde hace siglos,
el fenómeno actual adquiere características prácticamente
inéditas. La gran ciudad o metrópolis representa el acceso
de la urbe a un estadio revolucionario respecto de la ciudad tradicional.
Luego de un proceso evolutivo secular, la ciudad sufrió de la mano
del industrialismo, un cambio cualitativo de primera magnitud.
Sumado al hecho del predominio de una economía "neotécnica"(1),
el surgimiento de las aglomeraciones metropolitanas encontró apoyo
en el gran aumento demográfico producido durante el siglo XIX,
así como también en el cada vez mayor poder de atracción
ejercido por las grandes ciudades. Estas crecen, hoy día,
no sólo
en términos de crecimiento vegetativo sino también merced
a la absorción de población a través del proceso
de migraciones internas e internacionales.
Pero a la migración centrípeda "campo-ciudad" debe
sumarse ahora el movimiento poblacional centrífugo representado
por la dinámica de la ciudad hacia los suburbios. De la conjunción
de estas dos tendencias emerge esta nueva forma de asentamiento urbano.
La metrópolis y la consecuente región metropolitana, tornarán
anticuada, gradualmente, la rígida división dicotómica
entre ciudad y campo y entre ciudad y suburbio. Las distintas actividades
y funciones se difunden por este nuevo espacio, interpenetrándose
según una dinámica independiente de la contigüidad
geográfica.
Se está en presencia de un proceso de "urbanización
del campo" y un concomitante aumento de la movilidad geográfica.
Movilidad -como advierten Remy y Voyé (2)- no sólo de personas
sino también de bienes, ideas y mensajes, lo cual produce una "deslocalización"
de la vida social: deja de ser indispensable, para la interrelación,
la proximidad espacial o física (Simmel). Aparecen las solidaridades
sectoriales, en detrimento de las solidaridades locales y regionales.
La aglomeración en conjuntos metropolitanos conlleva, paralelamente,
variadas características que delimitan el fenómeno y,
al mismo tiempo, permiten una más cabal comprensión,
tal como veremos
a continuación.
Vida Metropolitana y Consumismo
En primer término debe mencionarse la expansión de una
economía
predominantemente de consumo paralelamente a la economía productiva,
fenómeno que es muy vislumbrado por Mumford: "Si la forma
inicial de la ciudad se logró mediante la unión de las
economías
paleolítica y neolítica, la de la metrópolis última
parecería ser el resultado de dos fuerzas que se independizaron
en formas institucionales muy rápidamente, a partir del siglo
XVII: una economía productiva (industrial) que utiliza energías
en una escala mayor que nunca, y una economía de consumo (comercial)
hasta entonces confinada a la corte y la aristocracia, que multiplicó
velozmente las comodidades y los lujos al alcance de los pocos, y que,
paulatinamente, ensanchó el círculo de consumidores"(3).
Pero lo malo de este proceso expansivo radica más bien en el
sentido que el mismo adoptó. Producción y consumo dejaron
de tener por única meta y medida las necesidades humanas. No
existe prácticamente
un referente externo a este inflacionado contexto económico que
le otorgue un sentido cierto y, sobre todo, un sentido humano y humanizador.
Esta economía hiperproductiva y consumista halla en su inmanencia
la propia razón de existencia. La misma metrópolis se
transforma en objeto de consumo.
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El habitante metropolitano
se siente "extrañado" dentro
de este medio en que le toca vivir, un medio que no controla, que le prescribe
específicas pautas de comportamiento y consumo, determinados "modos
de ser feliz" aunque siempre vinculados al planteo dimensional "producción-consumo"
y "éxito-fracaso" que está en las bases mismas de
la civilización contemporánea. Todo ello torna al habitante
medio de la gran ciudad en un ser esencialmente pasivo. Su modo de participación
más adecuado al sistema imperante es el "no protagonismo",
es un "vivir como se vive". Esto lo ven claramente autores como
Ledrut y Mumford. Para este último, la metrópolis constituye
un mundo "donde las grandes masas de la población, incapaces
de alcanzar un medio de vida más pleno y satisfactorio, viven su
vida por interpósita persona, en calidad de lectores, espectadores,
oyentes y observadores pasivos. Viviendo así, año tras año,
de segunda mano, alejados de la naturaleza que llevan en su interior,
nada tiene de asombroso que transfieran cada vez más la funciones
de la vida, incluso el mismo pensamiento, a las máquinas que
sus inventores han creado"(4).
El gigantismo es la dimensión predominante en la metrópolis.
Lo desmedido supone un cambio de escala en diversos niveles. Esta desmesura
representa una consecuencia necesaria de todo ese proceso de exaltación
cuantitativa que había comenzado a operarse con anterioridad.
Producción
en serie, consumo y producción masivos. Importa la extensión
del número de consumidores, no tanto la intensidad y menos la
profundidad y calidad en la satisfacción de reales necesidades
humanas. El hombre se ve constreñido a ser una mera "unidad
de consumo",
con cada vez mayor olvido de su radical necesidad de realización
existencial, ubicada en la dimensión "plenitud-desesperación"(V.
Frankl).
Aceleración de Tiempo Histórico
El mundo sociocultural vive una aceleración del
tiempo histórico. La "memoria viva" de la ciudad, otorga
factor unitivo de primer orden respecto de las distintas generaciones,
va perdiendo vigencia ante un continuo y pauperizante omnipresente.
Aun
bajo ensoñación del "progreso indefinido", el hombre
de las grandes ciudades contemporáneas no deja, sin embargo, de
tener sus ojos puestos también en el futuro. Quizás subconscientemente,
porque el presente no le satisface. lo pretérito es sinónimo
de decadencia, de "menos bueno", de atraso. En el mejor de los
casos, es algo que "ya pasó". De lo que se trata ahora
es de crecer, expandirse, superar todo tipo de límites.
Esto no es más que un indicador del gradual vacío cultural,
generado por un progresismo excluyente. Para C. Dawson se está
en presencia, precisamente, de un proceso de degradación urbana
-el cual es origen de la pérdida de vitalidad de la cultura
europea moderna- en virtud de esta falta de arraigo temporal: "Nuestra civilización
se está tornando agonizante porque ha perdido sus raíces
y no tiene ya equilibrio ni ritmo vital [...] ¿Por qué la
actividad de un corredor de bolsa es de menor belleza que la de un guerrero
homérico o la de un sacerdote egipcio? Porque está menos
incorporada a la vida, no es inevitable, sino accidental y casi un parásito"(5).
La ciudad, sin embargo, esté en el período histórico
en el que esté -y muchas veces a pesar del modo de vivir de sus
habitantes-, emerge siempre como un ámbito de arraigos espacio-temporal
y socio-cultural.
Esta cultura urbana, con todas sus connotaciones consumistas, es ampliamente
difundida a través de los medios masivos de comunicación
social, dejando también su impronta sobre las áreas rurales.
La migración campo-ciudad, así como la migración
pequeña ciudad-gran ciudad, se inscribe como una de las consecuencias
de este fenómeno. Los más media persiguen un objetivo común
que es el logro de una justificación ideológica del
sistema, una justificación del estilo de vida metropolitano
y una confirmación
del homo caber et consumen.
Nisbet observa con preocupación este fenómeno de la burocracia
y el modernismo, en tanto desencadenantes de desarraigo: "La sociedad
moderna es tan remota que resulta inaccesible, sus enormes estructuras
organizativas le dan un aspecto apabullante y terrible; su complejidad
impersonal la convierte en algo carente de sentido. El orden cultural
en que otrora se participaba, hoy parece distante, despojado de lo que
Burke llamó `las posadas y lugares de reposo´ del espíritu
humano [...] La racionalización de la sociedad degenera en regimentación,
y los valores primordiales de la cultura europea -el honor. la lealtad,
la amistad- se marchitan bajo la carga opresiva de la objetación"(6).
Crecimiento Urbano Indiferenciado
Otra de las características metropolitanas la constituye el
crecimiento indiferenciado del tejido urbano; es el proceso que se
ha dado en llamar
"conurbación". Cuando se produjo la primera "implosión
industrial", en el siglo pasado y aun en el anterior, surgieron nuevas
ciudades por doquier y aumentó el número de habitantes
de los centros urbanos preexistentes. Ahora, en cambio, la "difusión
de la superficie de radicación detuvo en buena medida este
crecimiento y aumentó enormemente la producción del
tejido urbano relativamente indiferenciado, sin relación alguna
con un núcleo interiormente
coherente o todavía, residualmente, una entidad, la conurbación
es una nulidad y se vuelve cada vez más nula a medida que
se va extendiendo"(7). Quiere decir que, de seguir este
proceso difusivo,
la forma urbana metropolitana devendrá "informe", en algo
virtualmente sin forma, en relación directa con una expansión
cada vez más huérfana de sentido. El sentido y lo cualitativo,
precisamente, no interesan a los controles burocráticos,
preocupados por estrictos criterios de racionalidad, eficiencia
y cuantitatividad.
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Así es como la
ciudad y la metrópolis dan lugar al "área"
y a la "región" metropolitanas. Las comunidades
locales se ven sobrepasadas por el peso de la sociedad global.
Para Castells
(8) se está en presencia de una creciente centralización
del poder político, la cual, sumada a la presencia de
una tecnocracia, confluyen en el mantenimiento del sistema a
largo plazo; para lo cual
es "necesaria" la gradual eliminación de los "particularismos"
locales, que se da a través de una "planificación"
y un aparato político-administrativo que tienden a tratar
los problemas "funcionales" del sistema en unidades
espaciales cuya significación
se estipula en virtud de las interdependencias del sistema productivo,
vale decir, en términos de "región metropolitana".
Pero todo ello genera una suerte de tensión dinámica
entre una organización social cada vez más
compleja y lo que Bettin da en llamar una realidad dirigida
a una "refundación
institucional" de lo urbano.
Individualismo y masificación como formas de desarraigo social
Este sobredimencionamiento característico de las metrópolis
se da, como ya dijimos, en todo el orden urbano. Y ello no puede dejar
de repercutir negativamente sobre el habitante. De ahí la presencia
de un individualismo extremo. El hombre se va transformando, como
hemos
visto, en simple número, en pieza fácilmente intercambiable
dentro del engranaje. En las grandes urbes el todo se impone a las
partes; pero no abarcándolas, comprendiéndolas, sino
destruyéndolas
al indiferenciarlas. Es precisamente frente a este cada vez mayor peso
de lo social y tecnológico, como el habitante de la metrópolis
reacciona a menudo con un individualismo extremo, a modo de desesperado
intento por salvaguardar su más propia e íntima personalidad.
Para Simmel "la atrofia de la cultura individual es consecuencia
de una
objetiva hipertrofia; allí ve la causa de la marcada animadversión
que los propugnadores de un individualismo a ultranza -Nietzsche(9),
por
ejemplo- profesan hacia las grandes ciudades. Este individualismo no
sería
más que un esfuerzo, por parte del habitante metropolitano,
a fin de evitar una nivelación compulsiva. Se trata de una
huida de la masificación, de ese hombre-masa que, para Ortega
y Gasset, era el hombre medio, ese que abunda más y que se
siente a gusto siendo como todos".
Todo este proceso de complejización y diferenciación
que sufren la sociedad y la vida metropolitanas, está suponiendo
el pasaje de un estadio histórico en que predominaban círculos
sociales de pertenencia concéntricos y homogéneos a
una situación en donde prevalecen los círculos contiguos
y heterogéneos,
tema éste bien explicitado por la sociología simmeliana.
Esto es: se trata del tránsito del predominio de agrupaciones
por proximidad y adscripción (comunidad local y fisiológica)
a asociaciones por fines individuales e intereses subjetivos. El
hombre
tendrá una más acabada conciencia de su individualidad
en la medida en que exista una mayor diferencia entre los círculos
a que pertenece, y ello porque el "cruce" de los distintos
grupos de pertenencia no se verifica sino en el propio individuo.
En la sociedad contemporánea, además, se tiende a producir
una expansión numérica en el seno de los grupos sociales,
en cuyo caso tienden a fomentarse relaciones fundamentalmente impersonales,
con roles claramente estatuidos, sin comprometer integralmente al sujeto.
Touraine quiere decir lo mismo cuando sostiene que la pertenencia a grupos
primarios y comunidades estructuradas supone una participación
creadora en los valores sociales y culturales al seno de una sociedad
cuya cultura es un sistema de significaciones ligadas a la experiencia
profesional y social directamente vivida. "En una civilización
de masas, en cambio, tal pertenencia no es ya más que la expresión
de una abstracción cultural forzada, de una débil participación
en los valores de la sociedad global". Quiere decir: al
ser en gran parte destruidos los orígenes tradicionales, profesionales y sociales
de la cultura, irrumpe con la moderna civilización industrial una
escala axiológica "elaborada centralmente y no ya al nivel
de la experiencia vivida individualmente..."(10)
De ahí la importancia significativa que inviste arraigo social,
entendido como pertenencia a grupos fundantes de la personalidad, involucrantes
del hombre en su totalidad. Es en estas condiciones como se facilita la
irrupción de un sujeto-protagonista, protagonista tanto a nivel
social global como a nivel de su propia vida individual. Protagonismo
que abonará aún más el terreno de un auténtico
arraigo social y también existencial, arraigo del hombre en sí
mismo, partícipe ejecutor de una existencia auténtica
(K. Jaspers).
El hombre masificado, por el contrario, es un ser sustancialmente
desarraigado. Está no sólo fuera de todo ámbito decisional, de
toda fuente de poder real, sino además, y fundamentalmente, está
sacado de su propio quicio. Es un ser sin raíces: se encuentra
desvinculado de lazos comunitarios fuertes y duraderos, Y, como consecuencia,
es susceptible de ser fácilmente "transplantado" según
le plazca al poder de turno, según sea el imperativo de los
"regios" criterios de intersubjetividad.
El individualismo extremo, al escapar precisamente de toda masificación
termina, paradójicamente, por resultar un desarraigo social,
un ser que no se siente involucrado personalmente en ningún ámbito
social de pertenencia. Y esto es tan nocivo y peligroso como la masificación.
Esto es nuevamente visto con claridad por Mumford: "De la inicial
integración urbana de santuario, ciudadela, aldea, taller y
mercado, todas las formas posteriores de la ciudad han tomado, en
cierta medida,
su estructura física y sus pautas institucionales. Muchas partes
de esta estructura son aún de importancia fundamental para
la asociación
humana eficaz; y no lo son menos las que surgieron originalmente del
santuario y de la aldea. Sin la participación activa del grupo
primario, en la familia y en el vecindario, es dudoso que puedan
transmitirse [...]
los mandamientos morales elementales: el respeto por el vecino y la
reverencia ante la vida [...] Nuestros complejos rituales de mecanización
no pueden ocupar el lugar del diálogo humano, del teatro,
del círculo
vivo de compañeros y asociados, de la sociedad de los amigos.
Estos elementos apoyan el crecimiento y reproducción de la
cultura humana; sin ellos toda la compleja estructura pierde el sentido,
más
aún, se vuelve activamente hostil a los objetivos de la vida"(11).
A pesar de todo, sin embargo, distintos autores no dejan de subrayar
la injusticia que muchas veces implica acusar a la metrópolis,
lisa y llanamente, de disolver ámbitos vitales y necesarios
como la familia y el vecindario. En este sentido, Blumenfeld, apoyándose
en un significativo número de estudios sociológicos
sobre las metrópolis de Europa occidental y de Estados Unidos
de América,
destaca la permanencia de los vínculos primarios en dichos centros
urbanos: ejemplo relevante de ello lo constituyen los barrios bajos
o
populares, los cuales presentan, contra toda predicción, un
considerable grado de "organización comunitaria de carácter
doméstico".
También es de interés el análisis que Raymond
Ledrut efectúa sobre la vida social en los grandes conjuntos
de Toulouse (12), así como los comentarios de Toynbee a propósito
del arraigo social presente en las villas de emergencia y/o barrios
pobres de las metrópolis
contemporáneas, en oportunidad de su visita a Brasilia. Dígase
otro tanto respecto de Jane Jacobs y su revalorización de
la calle.
Retomando el tema del "individualismo extremo", como característica
de la vida en las grandes ciudades, debemos mencionar que, para Simmel,
la división del trabajo se encuentra entre las más profundas
causas por las que la vida en las metrópolis lleva a este individualismo
exacerbado. Esta creciente división y especialización
laborales no haría sino parcelar y escindir la personalidad
del sujeto, cada vez más indefenso, de este modo, ante una
sociedad global omnipotente y omnipresente. División del
trabajo que, sin embargo, como su consecuente centralización,
son los pilares sobre los que se fundamenta toda organización.
Justamente la gran urbe, como espacio vital del hombre moderno,
ofrece, como observa Philipp Lersch (13), el mejor
ejemplo de una organización llevada a su alto grado. Todo esto
no significa desconocer la necesidad que determinado grado de división
del trabajo reviste en cualquier sociedad que intente funcionar adecuadamente.
Y ello sin mencionar la radical dependencia que los hombres guardan
entre sí en virtud de su naturaleza social.
Durkheim, precisamente, observaba la funcionalidad que revestía
la especialización profesional, apuntaba que los riesgos que
dicha especialización o división del trabajo suponía
que podían
y debían ser paliados a través de una adecuada participación
del individuo, participación que se lograría a partir
de la existencia de asociaciones colectivas intermedias entre el
Estado y
los individuos. Unica forma de compatibilizar individualismo con solidaridad,
individuo con sociedad, arraigo con complejización de lo social
y autoextrañamiento.
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Este sobredimensionamiento
característico de las grandes ciudades
modernas no hace sino golpear sobre el habitante urbano, y muchas
veces
de un modo tan despersonalizante que en gran medida llega a inhibir
su carácter de sujeto-protagonista. De un ser que "habita"
se convierte, gradualmente, en alguien que simplemente "ocupa"
un determinado espacio, espacio con el cual prácticamente ya
no dialoga, en una suerte de "afonía" participacionista.
Mal puede haber diálogo si uno de los interlocutores -la gran
ciudad, y en muchas oportunidades sus planificadores, como ya hemos
analizado-
sólo se escucha a sí mismo. Ciudad que, siendo también
un canal comunicativo y hasta, en sí misma, un "mensaje",
puede sin embargo transformarse en "ruido", virtual interferencia
de toda comunicación auténticamente humana. Pues,
como sostiene Mitscherlich, "si la idea de patria ha de ser sentida
como un vínculo
positivo, deberá el entorno hablar al hombre, deberá existir
alguien que se comunique con él. Así es como desde niño
aprende el lenguaje de ese territorio" (14). Participación,
"lectura" y vivencia urbanas, constituyen factores muy relacionados
con la dicotomía vida pública versus vida privada, la
cual, para Bahrdt (15) "la metrópolis es un ámbito
de convivencia en el cual se pueden desnaturalizar tanto la vida pública
como la vida privada, especialmente en atención a la eventual
libertad de elección por parte del individuo de pasar de una
esfera a la otra. En las grandes ciudades el habitante puede vivir
en el anonimato
voluntariamente; claro que -justo es reconocerlo- las más de
las veces vive en él a pesar de no desearlo, o al menos no
buscando hacerlo de modo permanente. La vida pública se torna
aparente (masificación) y la vida privada se empobrece
(aislamiento)".
Tocqueville había observado ya este tipo de fenómeno,
así
como sus negativas consecuencias para la salud del cuerpo social. A
propósito
de su análisis de la democracia en América (16), se sorprende
del número incontable de hombres, indiferenciados entre sí,
que sólo se preocupan y esfuerzan por "producir los placeres
mezquinos y miserables con que sacian su vida. Como cada uno de
ellos
vive aparte, cada uno es un extraño al destino de todo el resto;
sus hijos y sus amigos privados constituyen para ellos el conjunto
de
la humanidad; por lo que hace al resto de sus conciudadanos, que están
próximos a ellos, pero no los ve; toca, pero no los siente;
sólo
existe en sí mismo y para sí mismo; y si todavía
le queda su parentela, puede decirse que, en cualquier caso, ha perdido
su país" (17).
Una de las consecuencias del individualismo reinante en las grandes
ciudades la constituye, para Simmel, precisamente la reserva
o secreto desde el
punto de vista sociológico, otro de los mecanismos de defensa
adoptados por el hombre ante las múltiples solicitaciones de
lo urbano, y vinculado a la cuestión vida pública-vida
privada. Mientras en las pequeñas ciudades el habitante conoce
a casi todos con quienes se encuentra, multiplicándose las
interrelaciones, en la gran ciudad resulta imposible reaccionar personal
y diferenciadamente para con cada
uno de los contactos establecidos, con el riesgo de caer en un estado
psicológico intolerable. Ese espacio intersticial que quedaría
libre es ocupado, precisamente, por la reserva o secreto, fenómeno
que abreva no sólo en la limitación psicofísica
del hombre sino, además, en la gran libertad de que goza
el habitante metropolitano. Pero además la reserva asume
también formas
corporativas: la sociedades secretas, ámbitos de convivencia
en los cuales se trata de poner coto a la invasión de lo personal
y privado por parte de una sociedad global cada vez más alienante
y cohesivas e integrativas -que puedan llegar a un muy alto grado-
pueden
derivar en un ámbito de desocialización del individuo
respecto de la sociedad global. De ahí las características
"funcionales" -como bien apunta Nisbet- que dichas sociedades secretas
pueden presentar
y, de hecho, presentan. Ambitos de arraigo respecto del ámbito
comunitario restringido pero, por otra parte, ámbito también
de desarraigo respecto de lo social englobante.
Ante la falta de una adecuada y suficiente distancia exterior
o física,
el hombre despliega una sutil distancia interior o psicológica.
Distancia que se nutre -especialmente en las grandes ciudades- del
secreto
o reserva. La máxima recordada por Simmel, en el sentido de
que es bueno tener por amigo al vecino pero no por vecino al amigo,
adquiere
aquí toda su virtualidad.
Esta distancia psicológica entre los individuos, que se incentiva
ante una excesiva y no buscada proximidad física o espacial,
trae aparejadas distintas consecuencias. Una de ellas, que el habitante
de
la metrópolis viva en forma más patente sentimientos
de soledad y abandono. Como sostiene von Hildebrand, "el drama
de la sociedad en que vivimos descansa en el hecho que ponemos el máximo
empeño en los contactos sociales, en tanto nuestra vida transcurre
en un aislamiento trágico" (18).
De modo que las metrópolis vienen a provocar dos fenómenos
de distinto signo, aunque íntimamente vinculados entre sí.
De un lado hemos dicho que el estilo de vida metropolitano masifica, nivelando
las individualidades. Y, por el otro, este mismo hecho provoca y mueve
al espíritu humano, el cual reacciona con una actitud marcadamente
individualista. Pasados ciertos límites, sin embargo, este individualismo
no deja de redundar en perjuicio del propio sujeto, como ya hemos visto,
al degenerar en aislamiento compulsivo, correspondiente carga patogénica.
Racionalismo: Lo Racional Versus lo Sensible
El racionalismo se erige como otra de las características de la
vida en las metrópolis. Al transformarse en exclusivos principios
estructurales y estructurantes de la vida moderna, el racionalismo y la
racionalización se constituyen en factores etiológicos de
variados fenómenos, íntimamente relacionados entre sí:
la dictadura de lo cuantitativo en detrimento de lo cualitativo; la pérdida
de un contacto directo con la vida por el surgimiento de todo un complejo
de mediatizaciones creadas artificialmente por el hombre; la pérdida
gradual de interioridad, con su correlato, la aparición del
hombre-masa.
Uno de los más genuinos productos de este entramado racionalista
presente en la sociedad global lo constituye, precisamente, el desarrollo
y crecimiento acelerado de las grandes ciudades. Cuando todo el sistema
social es inundado por la "racionalidad como finalidad en sí
misma", y la sociedad opulenta hace expansionar y es expansionada
por la tecnología desarrollada, todo el territorio del sistema
social se transforma en "ciudad-metrópoli" (19).
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El bombardeo sensitivo
a que se ve sometido el habitante metropolitano ha adquirido, y adquiere
cada vez más, una intensidad sin precedentes
a influjo del acelerado cambio histórico y tecnológico.
Las transformaciones de la ecología urbana han alcanzado tal
magnitud que, al decir de Pinillos (20), el espacio de las ciudades
empieza a disonar
del esquema corporal humano, imponiéndole constricciones graves.
Precisamente, lo que caracteriza al "tipo gran ciudadano" es,
para Simmel, la intensificación de la vida nerviosa merced a
los continuos requerimientos que nuestra estructura psicofísica
enfrenta. Ello a diferencia de la vida en las ciudades pequeñas
y en las áreas rurales, con un ritmo menos vertiginoso, más
regular y tradicionalista.
Es como defensa a este continuo requerimiento sensorial que
el habitante de la gran ciudad se torna cada vez más racionalista, en desmedro
de sus afectos y sentimientos, creándose un caparazón
que torna menos permeable su intercambio con el medio circundante.
A efectos
de protegerse contra el desarraigo que le puede provocar la fluidez
y los contrastes del medio ambiente, el hombre se cierra
neuróticamente sobre sí mismo lo cual, como subraya Simmel,
lleva inevitablemente a un aislamiento mayor, a una delimitación
más radical de esfera personal.
El arraigo supone, en cambio, un compromiso del hombre
todo. Para que pueda darse integralmente es menester que
el sujeto no se quede
en
un
frío racionalismo funcional, colocando entre paréntesis
sentimientos y quereres, finalidades y expectativas, intuiciones y poesía.
Todo esto juega -y mucho- a la hora de un compromiso radical
y sin mediatizaciones
ante una realidad potencialmente convocante y sugerente.
Estos mismos criterios de racionalidad son los que muchas
veces se aplican en forma excluyente en los modos de pensar
y concebir la
ciudad; tal el
caso de distintas corrientes del pensamiento urbanista de
corte "progresista".
Por detrás de este urbanismo racionalista se vislumbra la influencia
también ejercida aquí por esa aceleración del
tiempo histórico padecida por el hombre contemporáneo.
El derribo de calles sinuosas y la construcción de nuevas
vías diagonales,
el sistema moderno del ángulo recto, dice Simmel (21), ahorra
espacio; pero desde el punto de vista del tráfico ciudadano
es ante todo ahorro de tiempo (el "tiempo es oro"), exigencia justamente
del
racionalismo de la vida. Los espacios rígidamente cuadriculados
de las ciudades modernas, despersonalizantes por los anónimos
y por su elaboración predominantemente ex nihilo carecen,
pues, de peculiaridad histórica, de las diferenciaciones
e impronta que todo verdadero protagonismo humano imprime
y adquiere.
Breve digresión sobre los sentidos de la vista y el oido
El espacio metropolitano, con sus características más específicas,
motiva -tal como se ha dicho- una compulsiva adaptación del
aparato sensitivo del hombre.
Tanto el espacio táctil, que define las relaciones del sujeto
con los objetos, como el espacio visual, donde unos objetos se sitúan
respecto de otros, se ven afectados en las grandes ciudades por una
arquitectura
y urbanización que se aleja cada vez más de las formas
orgánicas
y del espacio abierto: "Los límites claros y distintos,
los contornos y líneas verticales, de rectas y ángulos,
de superficies lisas o monótamente rotas por ventanas y balcones
uniformes, confieren al espacio urbano una cualidad mecánica,
ajena a la vida y a la irregularidad armoniosa de la naturaleza" (22).
Los sentidos de la vista y el oído reciben diferente influencia
según la dimensión del ámbito urbano en el que
se habita. Considera Simmel que lo que vemos de un hombre, lo interpretamos
por lo oímos de él, siendo poco frecuente el caso contrario;
por eso que el que ve sin oír es más confuso, desconcertado
e intranquilo que el que oye sin ver.
En las ciudades pequeñas las personas que se encuentran en la
calle son, generalmente, conocidos, de modo que bastan unas pocas
palabras para
el mutuo entendimiento, o quizás ninguna dado que la simple
visión
de nuestro interlocutor evoca en nosotros su personalidad, como bien
observa Simmel. Hay un elemento que, para este sociólogo alemán,
torna la situación significativamente distinta, y es la existencia
masiva de los medios de transporte públicos: "Antes de
que en el siglo XIX surgiesen los ómnibus, ferrocarriles y
tranvías,
los hombres no se hallaban nunca en la situación de estar
mirándose
mutuamente, minutos y horas, sin hablar. Las comunicaciones modernas
hacen que la mayor parte de relaciones sensibles entabladas
entre hombres queden
confiadas, cada vez en mayor escala, exclusivamente al sentido de
la vista" (23). De modo que un aspecto importante
a tener en cuenta en una sociología
de la gran ciudad sería que el tráfico metropolitano
se basa mucho más en el ver que en el oír.
Lo mismo podría decirse de la producción en serie, del
trabajo en las grandes fábricas, en donde el obrero se ve compelido
a utilizar sus sentidos visual y auditivo de manera diversa. En efecto,
a diferencia
de las asociaciones gremiales antiguas, asociaciones estrechas e íntimas
donde se daba un mayor contacto de tipo personal, nos encontramos
ahora
con los modernos talleres de fábrica y las asambleas masivas,
en donde "se ven incontables personas sin oírse, verificándose
aquella abstracción que reúne lo común a todos
y que resulta con frecuencia obstaculizado en su desarrollo por lo
individual,
lo concreto, lo variable, lo que el oído nos transmite" (24).
La vista captaría fundamentalmente lo general, mientras que
la audición nos permitiría adentrarnos en las particularidades. El
oído es, para Simmel, el órgano que mejor transmite
la multitud de estados de ánimo, variables de un individuo
a otro -y dentro del mismo individuo-. De modo que resulta
difícil
oír
lo que hay de común en una persona respecto de otras; esas características
generales se vislumbran más fácilmente a través
de lo que se ve del sujeto.
F. Choay plantea, también, el peligro que entraña la
primacía de la imagen visual en detrimento de una profunda
intelección
de los signos de la ciudad; una "apropiación" caracterizada
por su inmediatez, merced sólo a la vista, le hace perder
espesor simbólico y vida a la ciudad.
El hastío como desarrollo existencial
Hay otra característica de la vida en las metrópolis que
involucra íntimamente a cada uno de sus habitantes. Se trata, en
términos simmelianos, del hastío, lo que podríamos
denominar -siguiendo el pensamiento filosófico clásico-
acedia.
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En efecto, el racionalismo
y la racionalización de la vida,
la aceleración histórica y el hiperactivismo pragmático
del mundo moderno, van gradualmente atrofiando el contacto "personal"
con lo real, reduciendo la inteligencia a una faceta meramente fabricadora,
con olvido de su radical y fundante actividad teórico-especulativa.
El ser humano se ve así acotado dentro de los estrechos límites
del homo caber, circunscripto al ámbito del "hacer" o "fabricar",
en donde la "eficiencia" y la pura "actividad" adquieren
rango preminente. Una tal concepción instrumentalista, privilegiante
del valor utilidad, está suponiendo, en última instancia,
minusvalorar la integridad del hombre así como
la de sus productos culturales.
Uno de los fenómenos que se desprende de esta situación
lo constituye, pues, la aparición del hombre hastiado, para
Simmel el hecho más exclusivamente propio de la gran ciudad.
Este concepto de hastío nos remite, como decíamos,
a la acedia, uno de los vicios humanos de mayor gravedad en tanto
supone una suerte de pereza
o dejadez profunda en la más honda interioridad que le impide
al hombre actuar en aquello que le es más esencial y radicalmente
necesario: su propia realización como persona, en la línea
de sus más específicos fines existenciales. Viene a
significar, la acedia, en última instancia, una virtual renuncia
a la más
auténtica vocación humana. Para Tomás de Aquino
(25), la acedia consiste en un "entristecerse" ante el bien espiritual,
desanimándose en cuanto a su consecución. Esta paradójica
inacción interior, hiperactivo habitante de la metrópolis,
respecto de lo que le es más intransferiblemente suyo, supone
una incapacidad para "ver": para ver la realidad en general, la
realidad
en su entorno particular y su propia realidad como existente humano.
Es ese hombre a-religioso de que habla Mircea Eliade, que busca
sustitutos,
inconscientemente, de lo "sagrado". La relativización
de lo absoluto ha llevado a la absolutización de
lo relativo.
El hombre hastiado es consecuencia de un modo de vida en
que prima la exactitud, la precisión, lo cuantificable e impersonal. El
"negocio" (negotium) prevalece sobre el
ocio, ese otium verdaderamente creador que
facilita al hombre acceder a la veritas rerum,
a lo que la realidad es, pero no tanto en extensión
sino fundamentalmente en intensidad, en hondura. Ocio que
supone confiar en la relitas y
en su orden, y que
implica vivir y crear en un ámbito de sosiego, festividad y
magnanimidad, ubicándose así en las antípodas
de toda actitud acédica.
Magnamidad, capacidad creadora y esa dilatación del ánimo
que llamamos alegría se encuentran, para Julián Marías,
tan estrechamente vinculadas que a veces se confunden.
La fiesta y el gozo suponen ocio (26), paz, esa tranquilitas ordinis
agustiniana que permite al hombre tomar contacto con
la realidad, mediatizaciones mistificadoras. Será, pues, a partir de un radical "permanecer"
como se le manifestará más fácilmente al hombre
el "ser" de las cosas.
La acedia, en cambio, no permite echar raíces: el hombre acédico
es un ser substancialmente desarraigado, marcado por un hiperactivismo
exteriorizante y evasivo. De esta manera el sujeto se ve cada vez más
impedido de habitarse, habitación existencial que
constituye el fundamento de todo arraigo (27).
Entre las causas más importantes del hastío ubica Simmel
la hiperexitación sensitiva sufrida por el hombre metropolitano,
que le va provocando reacciones fisiológicas cada vez menos intensas,
conformando esa suerte de lasitud típica del hombre
hastiado.
El hecho que para Simmel define más el hombre hastiado es su
insensibilidad para con las diferencias entre las cosas. Si bien las
percibe, su mirada
no es atenta ni responsable, de modo que los objetos se le tornan indiferentes,
no llamándole ninguno de ellos significativamente la atención.
Este "no querer ver", esta especie de ceguera espiritual -en buena
medida voluntaria-, lleva a un "querer hacer" cada vez más
compulsivo. La pura acción del hombre contemporáneo
ve llenando el vacío dejado por su orfandad contemplativa.
Esta cuestión
es también agudamente observada por Heidegger: "Lo sencillo
conserva el enigma de lo perenne y de lo grande. Sin intermediarios
y
repentinamente, penetra en el hombre y requiere, sin embargo, una larga
maduración. Oculta su bendición en lo inaparente de lo
siempre mismo. Quienes no tengan oídos para entender esto tratarán,
en vano, de ordenar el globo terráqueo con sus planes. Amenaza
el peligro que los hombres de hoy permanezcan sordos a su lenguaje.
A sus
oídos llega sólo el ruido de los aparatos, que toman
por la voz de Dios. El hombre deviene así distraído
y sin camino. Al distraído lo sencillo le parece uniforme.
Lo uniforme harta. Los hastiados encuentran sólo lo indistinto.
Lo sencillo escapó.
Su quieta fuerza está agotada" (28).
Hasta aquí algunas de las características que se observan
en las grandes ciudades y en el seno mismo de la vida metropolitana,
muchas
de ellas negativas en tanto se inscriben entre factores etiológicos
de mayor significación en punto a todo ese proceso de alienación,
de autoextrañamiento, que se da en el hombre contemporáneo.
Ese homo consumens que, en aras de un consumir
cada vez más
no se consuma como existente humano, consumido por la vida de inconsistente
excentricidad. Excentricidad que supone
negación
de todo referente "transcendente" al propio individuo
como tal, en un ahogo de pura inmanencia. "El pensamiento nihilista
de la Voluntad de Poder -expresa Moya Valgañón- deviene
Eterno Retorno de la Estructura cuya expansiva reproducción
sigue excavando al vacío ontológico de la Muerte de Dios.
Con la disolución
de la Antropología Metafísica, el ser del hombre deviene
vacío estructural, puro `ser ahí´ organizado
política
y económicamente [...] La `cuantificación´ y la
`organización´
propias del discurso universal de la Técnica, configuran un
mundo en que el Ser se olvida y evapora sobre el desierto de una existencia
social tecnológicamente regimentada. La productividad burocrática,
científicamente organizada, disuelve toda trascendencia subjetiva
no reductible al Sistema. `El hombre Unidimensional´ no es
sino el discurso en que Marcuse reproduce el pensamiento de Heidegger
sobre
la Técnica como Olvido del Ser"(29).
|
No debemos caer, sin
embargo, en posiciones irremediablemente apocalípticas.
Deberá rescatarse aquello que tenga valor dentro
de la vida metropolitana, al mismo tiempo que se intenten
subsanar o paliar
sus aspectos negativos.
Para Kevin Lynch no hay motivo alguno para que la vida
en las grandes ciudades tenga que ser forzosamente desagradable
o restrictiva,
no hay "ninguna razón por la cual la vida metropolitana no pueda
llegar a convertirse en un ámbito en donde hallen satisfacción
tanto en la supervivencia humana como el desarrollo; ninguna razón,
en suma, por la cual sus moradores no puedan deleitarse en ella como
en
la contemplación de un paisaje favorito".
Al igual que König,
Lynch previene contra la tentación romántica de valorar
exageradamente la vida campesina, en detrimento de la vida ciudadana.
No se trataría de oponer lisa y llanamente campo y ciudad, como
sinónimo de salud, sosiego y bondad el primero, y de insalubridad,
vértigo y maldad la segunda, dado que "la sensación
de hallarse en la casa propia no depende de la pulcritud o de la
pequeñez
del lugar, sino de las relaciones activas entre el hombre y `su´
paisaje: de la penetrante significación de lo que se ve y contempla.
Esta significación es tan posible en la ciudad como en cualquier
otra parte y, probablemente, aún más realizable en
aquélla
que en otro lugar cualquiera"(30). Nisbet se
extraña de
que la visión de la ciudad, y de la vida que en ella se da,
sea predominantemente negativa en la filosofía y el arte occidentales,
así como
también en las ciencias sociales. Para él en la ciudad
occidental se han dado auténticas manifestaciones de comunidad,
vecindad y asociación, conjugándose con adscripciones
por ascendencia
étnica en el caso de la ciudad americana, y por pertenencia a
una clase social determinada en la ciudad europea. Allí ve
un profundo sentido de la reciprocidad interhumana, del
arraigo y de la
identidad.
La gran ciudad, sin embargo, debe dejar de ser el reino
exclusivo de la cantidad, lo útil y funcional, convirtiéndose o -mejor-
recuperando el carácter de ámbito verdadera e integralmente
humano y humanizador, auténtica antropópolis en donde
el habitante juegue un verdadero papel protagónico, tanto
en lo que hace al hábitat urbano como a la realización
de su propio proyecto vital. Humanicemos, pues, la ciudad, humanizándonos.
La ciudad debe preservar, ante todo, su función de eminente ámbito
de convivencia, inclusivo de otros ámbitos sociales -familia, vecindario,
lugares de trabajo y recreación, municipio, etcétera-, así
como su función de ámbito de encuentro del hombre consigo
mismo. Para Mumfrod sólo la ciudad puede desempeñar la función
de síntesis y sinergia de todos sus variados y numerosos componentes,
y ello a través de una perseverante fijación témporo-espacial,
facilitándose de ese modo las relaciones cara-a-cara. La función
específica de la ciudad consistiría, en
este sentido, en "aumentar la variedad, la velocidad, el grado y la continuidad
de la relación humana". Vigilar hasta
qué punto llega la
gran ciudad a cumplir con esta función primordial
-especialmente en cuanto al grado y continuidad-, se
convierte en una tarea tan
ardua como de impostergable necesidad.
Por otra parte, la tendencia individualista presente
en los habitantes de las metrópolis concuerda, paradójicamente, con la
pérdida
de individualidad del todo urbano, de la ciudad moderna en su conjunto,
en la medida en que ésta aumenta en forma desproporcionada,
más
allá de todo límite. También juega en ello el
que sus habitantes no sientan como propio lo que allí sucede,
de modo que el marco urbano no se constituye en escenario
donde sean y se sientan
actores principales. Para Ledrut (31), "la individualidad de la
urbe es tanto más intensa cuanto más personas se reúnan
y participen, cuanto más profundamente se vea afectada la vida
de los individuos y de los grupos de los que éstos forman parte.
Todo lo contrario de la atomización social habitualmente presente
en las metrópolis,
fenómeno directamente relacionado con un espacio urbano difuso
e inorgánico".
A MODO DE CONCLUSION
Esa necesidad que tiene el hombre de habitar, esa característica
o proprium que hace a su más específica esencia, halla en
los espacios metropolitanos influencias de variada especie, muchos de
los cuales han sido desarrollados precedentemente. Influencias que representan
muchas veces importantes condicionantes de cara al desarrollo del ser-uno-mismo-en-sociedad,
máxime teniendo en cuenta que el habitar humano se da a través
de formas raigales. En efecto, la fijación de los actores sociales
tiende a darse en forma de arraigo, fenómeno social total que representa
una dimensión espacial, una dimensión cultural y una dimensión
temporal.
Siendo el espacio metropolitano el ámbito de la modernidad por
antonomasia, no resulta difícil vislumbrar las desonancias y contradicciones
presentes a nivel de las dimensiones componentes de arraigo, consecuencia
de factores tales como la tendencia a la globalización, la aceleración
del tiempo histórico, los intensos procesos de desocialización
y resonancialización fruto de agentes tan eficaces y omnipresentes
como los medios masivos de comunicación social.
En efecto, si el arraigo espacial supone fijarse en un territorio
determinado, esa suerte de imperativo territorial presente también en el
reino animal, la movilidad socio-espacial se va tornando cada vez
más
evidente en las áreas metropolitanas. Se trata de un espacio
vivido tránsito de proximidades variables y no buscadas, generadoras
de lejanías
incomunicantes.
El arraigo social, fruto de sentido de pertenencia a grupos -fundamentalmente
primarios- fundantes del individuo, y de un significativo nivel de
participación,
se ve opacado por un cada vez mayor individualismo -consecuencia del
predominio de círculos sociales contiguos y heterogéneos,
en términos de Simmel-, así como por la cada vez mayor
importancia de la "audiencia", el "público" y,
en último término, la masa. Una cada vez menor participación
activa por parte del sujeto, centrado más bien en una participación
meramente pasiva a través del acceso a bienes y servicios
que deviene, las más de las veces, en consumismo, virtual
paliativo buscado por el homo caber et consumen y
retroalimentado a través de los
distintos agentes de socialización que permiten la reproducción
del sistema espacio-socio-cultural vigente.
Por su parte, el arraigo cultural deviene anomia, en un mundo sociocultural
con marcos de referencia poco claros, cambiantes y muchas veces contradictorios
en términos de relaciones entre fines distintos, y entre fines
y medios.
El hombre, pues, ese habitante cada vez más peregrino, intenta
con dificultad creciente recuperar su relación con la naturaleza
-viciada de actitudes y comportamientos deprecatorios y contaminantes-
y su relación con los demás -viciada de insolidaridad, individualismo
exagerado, soledad, superficialidad e inautenticidad comunicacional-.
Intenta, en suma, evitar la corrupción del habitar.
NOTAS:
(1) El paso de la ciudad industrial propiamente dicha a las grandes
concentraciones metropolitanas supuso, para Geddes, el pasaje de
una economía paleotécnica
-fundamentada en el carbón, la máquina de vapor y el hierro-
a otra de corte neotécnico -privilegiando la electricidad, el petróleo
y los metales más livianos-. La primera, fundamentada en el carbón,
la máquina de vapor y el hierro; la segunda, en cambio, privilegiando
la electricidad, el petróleo y los metales más livianos.
(2) J. Remy y L. Voyé: La ciudad y la urbanización, IEAL,
Madrid, 1976, p. 152. También se da el paso de una autonomía
vivida en términos de "espacio" a una autonomía
vivida en términos de "tiempo" (Cfr. P. Rambaud: Societé
rurale et urbanisation, Seuil, París, 1969).
(3) Ibidem, p. 700. No podemos dejar de mencionar el importante diagnóstico
que sobre este tema del consumo realiza R. H. Tawney: La sociedad
adquisitiva, Alianza Editorial, Madrid, 1972.
(4) L. Mumford: La ciudad en la historia, op.cit., pp. 719 s. Asimismo,
véase R. Ledrut: op. cit., pp. 218 s.
(5) C. Dawson: op. cit., cit., pp. 68 ss.
(6) R. Nisbet: La información del pensamiento sociológico,
Amorrortu, Bs. As., 1977, p. 120.
(7) L. Mumford: La ciudad en la historia, op. cit., pp. 710 s.
(8) Véase M. Castells: La cuestión urbana, op. cit., pp.
30 ss., y Problemas de investigación en Sociología Urbana=,
Edit. Siglo XXI, Madrid, 1975, pp. 88 ss. Pero lo importante que busca
destacar Castells es el hecho de que las áreas metropolitanas formadas
en las sociedades capitalistas industrializadas supone más que
meros referentes cuantitativos: significa un verdadero salto cualitativo.
Esta nueva "forma", representada por el área metropolitana,
se caracteriza por la "difusión de las actividades y funciones
en el espacio y la interpenetración de dichas actividades según
una dinámica independiente de la contigüidad geográfica"
(Problemas de investigación Sociología Urbana, op.
cit., p. 89).
(9) Es Nietzsche quien sostiene: "La igualdad, una cierta asimilación
de hecho que sólo se expresa en la teoría de unos derechos
iguales, pertenece esencialmente a la decadencia, para eliminar el abismo
entre hombre y hombre, entre clase y clase, pluralidad de tipos y hasta
la misma voluntad de ser sí-mismo" (Götzendämmerung,
Kröner, Stuttgart, pp. 158 s). Será precisamente en las metrópolis
donde dichos teóricos del individualismo serán venerados,
al decir de Simmel, como "profetas y mesías de aspiraciones
insatisfechas".
(10) A. Touraine: La sociedad post-industrial, Ariel, Barcelona, 1973,
pp. 206 s.
(11) L. Mumford: La ciudad en la historia, op. cit., pp. 745 s.
(12) R. Ledrut: El espacio social de la ciudad, Amorrortu, Bs. As.
1974. Aquí Ledrut analiza la vida social en los grandes conjuntos de
Toulouse, el grado de sensibilidad, la vida vecinal, la relación
de los barrios con el centro de la ciudad.
(13) Véase P. Lersch: Der Mensch in der Gegenwart, München,
Basel, 1955. Hay versión en español: El hombre en la
actualidad, op. cit.
(14) A. Mitscherlich: Tesis sobre la ciudad del futuro, Alianza Edit.,
Madrid, 1977, p. 37.
(15) H. P. Bahrdt. La moderna metrópoli. Reflexiones Sociológicas
sobre la construcción en las ciudades, Eudeba, Bs. As., 1970. Resulta
de interés el comentario que sobre Bahrdt efectúa C. A.
Vapñarsky: Vida urbana y calidad de vida, CEUR, Bs. As., 1982,
así como la diferencia que establece entre el enfoque de Bahrdt
y el de Dewey (pp. 20 ss).
(16) La democracia en América, F.C.E, México, 1963.
(17) Ibidem. Apud L. Mumford: La ciudad en la historia, op. cit. p. 678.
(18) D. y A. von Hildebrand: The art of living, Chicago; de la edición
en español, Club de Lectores Bs. As., 1966, pp. 83 s. Recuérdense,
en este sentido, los interesantes comentariso de Karl Jaspers sobre la
"comunicación existencial auténtica" y la "comunicación
inauténtica".
Marcuse, por su parte al referirse a las condiciones de aglomeración,
estrepitosidad y desprivatización de la sociedad de masas, en tanto
factores etológicos de la creciente agresividad presente en esta
sociedad industrial, subraya que "la necesidad de tranquilidad, intimidad,
independencia, iniciativa y algunos espacios abiertos no es un capricho
o un lujo, sino que constituye un auténtica necesidad biológica
(...) La sociedad de masas ha efectuado una `hipersocialización´
ante la que el individuo reacciona con todo tipo de frustraciones, represiones,
agresiones y miedos que se resuelven pronto en auténticas neurosis"(H.
Marcuse: La agresividad en la sociedad industrial avanzada, Alianza
Edit.,
Madrid, 1979, pp. 113 s).
(19) Cfr. G. della Pérgola: La conflictualidad urbana. Ensayos
de Sociología Crítica, Dopesa, Barcelona, 1973, p.
145.
(20) Cfr.J. L. Pinillos: los: Psicopatología de la vida urbana,
Espasa Calpe, Madrid, 1977, pp. 50 s.
(21) Cfr. G.Simmel: Sociología.., op. cit., pp. 667 s.
(22) Cfr. J.L. Pinillos: op. cit., pp. 58 s. "paradójicamente
-agrega el psiquiatra español- la ciudad apenas dispone de espacios
horizotales amplios, carece de horizonte, y faltan en ella las formas
orgánicas que descansan los sentidos. Algunos grandes arquitectos,
como Gaudí, intentaron introducir en sus edificios las sinuosidades
de la naturaleza, o por lo menos integrarlos orgánicamente en ella,
pero a la postre la ciudad siempre domina y se cierra sobre su propia
geometría" (ibidem p. 59).
(23) G. Simmel: op.cit., p. 681.
(24) Ibidem, pp. 685 s. Mandrioni, situándose en un más
alto nivel de abstracción en su intento por "pensar la ciudad",
nos remite a un "ver" y a un "oir" radicales a través
del tránsito delimitado por una eidética de la forma y hermenéutica
del sentido, afirmando que sólo una identificación cabal
de un "saber ver" y "saber oir" habrá de entregarnos
la verdad del ser de la Ciudad (Véase "Pensar la ciudad",
Revista Criterio, N† 1863, 9-VII-1981, Bs. As., pp. 378 s.)
(25) "Los bienes espirituales de que se entristece la acedia son fin
y conducentes al fin. La fuga del in se realiza con la `desesperación´.
La huída de los bienes conducentes al fin, sobre los cuales recaen
los consejos, si son arduos, la lleva a cabo la pusilanimidad´;
si atañentes a la justicia común, la indolencia en los preceptos"(2-2,
q. 35 a 4). Sobre la acedia, Véase la obra de Juan Casiano: De
Coenobiorum Institutis, L. X (Hay versión en español en
Psychologica-Revista Argentina de Psicología Realista, N† 4, 1980,
pp. 137/238). Mirceau Eliade, a propósito de la relación
cuerpo-casa-cosmos, sostiene que para el hombre moderno, desprovisto de
religiosidad, el Cosmos se ha vuelto opaco, inerte, mudo: no transmite
ningún mensaje, no es portador de ninguna "clave".
(26) Sobre la fiesta y el ocio véase el importante trabajo
de J. pieper: El ocio y la vida intelectual, op. cit. Asimismo, cfr.
M.
Eliade:
op. cit., pp. 80 s.
(27) Entre las consecuencias más inmediatas de la acedia se halla
la desesperación y la vagatio mentis, la inquietud errante del
espíritu (además de la rutina, el rencor y la pusilanimidad
-vide Santo Tomás: 2-2, q. 35, a.4,2). Esta "errancia espiritual"
se manifiesta, entre otras formas, a través de la inestabilidad
de lugar y de propósitos, características de quien, involucrado
cada vez más en un puro devenir, va perdiendo el quicio de
su propio e intransferible proyecto vital, lo cual nos remite nuevamente
al concepto
de desarraigo.
(28) M. Heidegger: Der Feldweg, V. Klostermann, Frankfurt am Main,
1969; de la versión en español en Eco-Revista de la Cultura de
Occidente, N† 219, enero de 1980, Bogotá, pp. 226 ss. Como bien
señala Konrad Lorenz, "tanto la belleza de la naturaleza como
la del medio ambiete cultural creado por los humanos son ostensiblemente
necesarios para mantener la alud moral y espiritual de los hombre. La
ceguera anímica total para todo cuanto sea bello (...) es una enfermedad
mental cuya gravedad se acentuará irremediablemente, porque va
asociada a una vituperable insensibilidad ante todo lo ético"
(Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, Plaza & Janés,
Barcelona, 1975, p. 33.
(29) C. Moya: op. cit., p. 271.
(30) K. Lynch: "La ciudad como medio ambiente", en La ciudad,
Scientific American, Alianza, Madrid, 1969, p. 256.
(31) Véase R. Ledrut: op. cit. pp. 85. ss. |